martes, 9 de octubre de 2012

profundo triste azul

La espera terminó: anoche fuimos al cine a ver por fin The deep blue sea, de Terence Davies. Debo decir que me gustó tanto como esperaba, pero que me conmovió más aún. A los lectores que no hayan visto esta película, ni conozcan la obra de teatro de Terence Rattigan en la que está inspirada, puedo decirles que trata de una historia de amor exasperado, sí, pero también sobre la insatisfacción que produce el no ser querido del modo en que cada uno quiere que lo quieran. O sea, la vida misma. En Midnigth in Paris Woody Allen venía a decir que nadie se siente a gusto con la época que le ha tocado vivir; en esta magnífica The deep blue sea el malestar (y algo más que malestar) viene de eso, de que no sabemos querernos bien, de que no nos quieren como quisiéramos. Collyer (el marido) ama a Hester (maravillosa Rachel Weisz), pero casi como pueda querer un padre o un buen amigo; Hester a su vez ama a Freddie de un modo salvaje y doloroso, pero Freddie se ahoga ante ese amor más grande que la vida y sale al exterior en busca de aire, de espacio abierto bajo el cielo azul... para volar en su "avión plateado". Y mientras todo ese vendaval interior sucede en Londres, 'hacia 1950', el Concierto para violín op. 14 de Samuel Barber nos llega al alma, o a ese lugar del desconsuelo donde el anhelo anhela, donde lo que gusta duele... Todo eso. A la la salida del cine, la pregunta es por qué después de tantos años, de tantos libros provechosos, de maravillosas películas como esta, de conciertos de Bach o de Barber o de este Bill Evans y Trío (París, febrero 1972) que ahora suena para mí...., la pregunta, insisto, es por qué no hemos aprendido a amar como debiéramos, y a poner menos difícil que nos amen... de la manera que saben amarnos. Me pregunto si cada uno de nosotros sabe amar de un solo modo o, por el contrario, puede hacerlo de mil maneras diferentes, en función de la persona amada. Sospecho que esa y no otra es la cuestión que late al fondo de la película, y de la obra (que no he visto ni leído) de Rattigan. De todos modos, si yo fuera un personaje masculino en una obra de teatro, o en un guion de cine, daría lo que fuera por ser amado en cualquier caso como ama Rachel Weisz durante los noventa y ocho minutos que dura el amor y el dolor, desde el instante en que ella cierra una ventana, unas cortinas, hasta que las abre... y la vida empieza a fluir de nuevo, con todas sus dificultades, esfuerzos, dolores, pesares, incertidumbres... La mayoría de las películas que elegimos nos hacen pasar un buen rato. Anoche, en el último cine de Madrid donde puede verse esa película, pasamos noventa y ocho minutos inolvidables. A la salida, caminamos sin prisa hasta el coche. La noche de octubre parecía de mayo. Conducir por la Gran Vía era un placer. Las manos reunidas durante un semáforo en rojo, a las altura del Círculo de Bellas Artes, también. Más cine, por favor.

2 comentarios:

  1. Mientras leo, he puesto el concierto para violín de fondo, como quien se pone chocolate caliente en los profiteroles...
    Leyéndote no solo nace el deseo de sumergirse en esta película, sino que tus palabras alargan la luz de esa ventana hacia una de las reflexiones más primigenias del ser humano, el amor. Y qué difícil cuestión. Y aun tengo emocionado ese lugar "donde el anhelo anhela". Que belleza al decirlo...
    A veces he pensado que nuestra complejidad es tal que, dependiendo de las personas que traspasan el protegido recinto emocional, brillamos con irisaciones bien diferentes. Bellas y menos bellas. Por eso es tan importante la elección... Quizás la construcción de nuestro verdadero ser (ese que dice Hegel es "su obrar") depende en cierta medida de la construcción conjunta con las personas amadas. No se...

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  2. Interesantes reflexiones...que nos llevan al momento previo de la elección o decisión

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