jueves, 11 de octubre de 2012

nocturno

Hoy, en la Alta Madrugada -que viene a ser al sueño lo que la Alta Edad Media a la historia- he vivido dos ensoñaciones muy dispares. En la primera de ellas descansaba en un gran hotel de montaña, un lugar luminoso y de un esplendor incomparable, yo diría que muy austríaco, incluso puede que algo suizo, muy alpino en cualquier caso; sin embargo, lo más sorprendente es que aquel lugar como de Ludwig II de Baviera pertenecía al término municipal, digámoslo así, de Guadalajara, México. Se estaba bien allí, sí. Pero tanta dicha no podía durar demasiado, y de ahí pasé al interior de un avión militar, como los que hemos visto en las películas de la Segunda Guerra Mundial. Sobrevolábamos en la noche una zona indeterminada de Europa. En algún momento yo habría de lanzarme (o ser lanzado) en paracaídas, no estaba claro el motivo ni con qué objeto. Es duro volar de madrugada en un avión militar sabiendo que en cuestión de horas o de minutos vas a tener que arrojarte a las tinieblas exteriores. Y lo peor de todo es que desde el principio sospeché que, a diferencia de los demás muchachos paracaidistas, yo iba a tener que lanzarme sin paracaídas ni arneses ni nada: a pecho descubierto. Durante el vuelo, no paraba de darle vueltas al asunto y mascullar: ya verás como al final, con las prisas y los nervios de última hora, a estos gilipollas se les olvida colocarme el paracaídas. Ya sé que dicho así parece un chiste de Gila, pero era de lo más angustioso que uno pueda imaginarse. Cuando llegó mi hora, y el sargento me hizo un gesto de 'adelante', cerré los ojos, apreté las mandíbulas y me lancé en caída libre a la fría noche. Pero, en mi caída, yo quería ver, necesitaba ver cómo era aquello, el vacío, el final, la nada... Y como dice Borges, la curiosidad pudo más que el miedo, y abrí los ojos. Al hacerlo comprobé que, en efecto, estaba viendo la nada, y la nada es invisible por definición. En el sobresalto, había abierto los ojos de verdad, no solo los del sueño, y en ese despertar sudoroso, angustiado, mis ojos se abrieron a la cerrada oscuridad del dormitorio. Unos segundos después, miré la hora en el radiodespertador. Eran las 03.54. Alta Madrugada.

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