jueves, 16 de junio de 2011

bandera negra

¿Por qué nos gustan tanto las películas de piratas? El domingo pasado, mi mujer, mi hijo el pequeño y yo hicimos lo mejor que puede hacerse con la tarde de cualquier domingo: ir al cine y ver una de piratas. En este caso, Piratas del Caribe: en Mareas Misteriosas. Ni que decir tiene que pasamos dos horas largas (que se hacen cortas) disfrutando a lo grande como auténticos filibusteros. Cada poco, Ignacio y yo nos agitábamos en la butaca, nos avisábamos con el codo, intercambiábamos raudas miradas de complicidad. Risas, sobresaltos, trampas, emociones, sorpresas, misterios. O sea, el cine en estado puro. Y si además aparecen bellas sirenas... ¡Oh, Poseidón, dios de los mares que son cielos abiertos donde los ángeles resultan mitad mujeres / mitad fantasía de ojos verdes que vuelan bajo el agua...! Sirenas aparte, voy a tratar de responder a la pregunta inicial. Yo creo que las películas de piratas nos gustan tanto porque nos llevan muy lejos. Porque son la coartada perfecta para embarcarnos sin papeles, sin permiso, sin castigo, hacia ese horizonte tan irrenunciable y tentador como es la desobediencia, la huida, el ponerse fuera de la ley... y del alcance de la ley. La mar azul abierta a toda pantalla es una patria (o una matria) en la que uno se siente el príncipe de las mareas, Sandokán, el corsario negro, el pirata de Mompracem... Aquellas lecturas salvajes. Y además nos permite viajar y conocer mundo. Confío en que la ciencia haga milagros y consiga, más temprano que tarde, que el paraíso acabe existiendo finalmente. Cada cual eligirá el suyo, claro está. Yo, por si acaso, ya estoy preparando mi Hispaniola, mi Isla del tesoro, mi amistad con Long John Silver, y cómo no, mi particular puerto franco a salvo de imperios, reyes e inquisiciones en algún lugar o estado de ánimo llamado Isla Tortuga. Allí, barra libre, amor libre, libertad de expresión, de reunión, de manifestación, de ensoñación. Allí el amor sin restricciones, el ron sin aditivos, los cines siempre abiertos, la velocidad de los veleros sin radares, los horarios al gusto, los artistas sin problemas económicos, los poetas...  los poetas siempre los más queridos. En dos palabras: ¡Bandera negra!

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