martes, 18 de septiembre de 2012

nada de esto quedará

No lo voy a negar: me impresionó, aunque solo durante un par de minutos, la noticia de que la biblioteca digital que uno haya podido adquirir a lo largo de su vida, desaparecerá a la vez que su dueño. Se trata por tanto, entre otras cosas, de un adiós a la herencia. Así pues, todos los libros o discos comprados en Amazon o en iTunes se desvanecerán -como la memoria, como lo vivido- en alguna galaxia sin nombre del ciberespacio. De aquí a cien años, el universo será un gran cibercafé con billones y billones de páginas leídas y por leer que pasaron de este mundo virtual al otro mundo. Los historiadores, los sociólogos, los estudiosos, dispondrán de detectores de bibliotecas digitales desaparecidas que hablarán de quienes fueron por un tiempo no ya sus dueños sino sus huéspedes usufructuarios. La posteridad de cada uno de nosotros será un listado de títulos de libros, de canciones, de películas. Y todo ello estará concentrado, acaso encriptado, en algún punto microscópico de Andrómeda o de Cibermemory. No sé qué pensarán de ello mis hijos el día de mañana -dentro de cincuenta años aprox- pero yo percibo una especie de justicia poética en esa extinción de  los archivos digitales. Vinimos al mundo sin nada, y sin nada habremos de abandonarlo. Dicho de otro modo: de la nada vinimos y a la nada regresaremos. Lo que pueda haber entre una nada y otra es una fiesta y es un lujo incomparable, un privilegio que solo uno entre un billón (más o menos) tiene la suerte de disfrutar, solo por el hecho de haber nacido, de haber vivido. ¿Qué pasa? ¿Que con nosotros desaparecen las novelas que más hemos amado, los poemas más sentidos, las canciones de amor más juveniles, las películas que nos han arrebatado lágrimas en la oscuridad? Bien. ¿Y qué? Que se vengan a la nada con nosotros. Después de todo, a cada uno lo suyo. Hay un pasaje en la Biblia que siempre me ha impresionado: Sansón, ya ciego, encadenado en el templo y objeto de mofa, pide fuerzas a Dios: "Señor, acuérdate de mí y devuélveme las fuerzas por una sola vez". Entonces, Sansón apoya el brazo izquierdo en la columna izquierda, y el derecho en la columna derecha del templo. Y exclama: "¡Muera yo, y conmigo todos los filisteos!" Ya sabemos lo que ocurrió. El templo se desplomó, y después de la hecatombe y de los gritos, y de las lamentaciones que iban a menos, se fue haciendo el silencio. Ese silencio será el mismo que habite en el ciberespacio entre un libro y otro, entre canción y canción sonando para nadie por un camino de estrellas.

2 comentarios:

  1. Ante ese "¡Muera yo, y conmigo todos los filesteos!", me viene a la memoria la frase enérgica de Unamuno "No quiero morirme, no; no quiero, ni quiero quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí, y por esto me tortura el problema de la duración de mi alma, de la mía propia".
    Qué dos posturas más diferentes de enfrentarse a la misma realidad...

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  2. Tras la muerte seguimos vivos en la memoria de alguien, morimos de verdad cuando se cierne sobre nosotros el olvido. Eso pienso. Gracias por vuestras reflexiones, amigos.

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