miércoles, 13 de junio de 2012

¿es la viuda del general Rothenberger?

Tengo aquí delante cinco contenedores de bolígrafos, lápices, rotuladores, plumas, lapiceras, tijeras, sacapuntas... Visto en conjunto, resulta una especie de bodegón o metáfora visual (perdón por la pedantería) de la biodiversidad que nos rodea y de que nos rodeamos. Nunca había reunido todos esos cubiletes llenos de pequeñas lanzas o dardos en reposo. Aunque ya empecé la tarea, tengo que hacer limpieza y separar los bolígrafos que escriben de los que no; poner a un lado los rotuladores aún frescos y a otro los que están más secos que la mojama; decidir en qué vaso, taza o cubilete va cada elemento que haya superado la prueba de selectividad. Lo complejo del asunto estriba en que a cada cual lo valoro según sus capacidades, y también en función de mis simpatías, y del modo en que cada uno ha lleagado hasta aquí. Veamos un ejemplo. Hace 20 años que me acompaña un bolígrafo algo kitsch con el que nunca escribí más allá de un número de teléfono, una dirección, el nombre de un bar de copas... ¿Por qué sigue a mi lado entonces? Porque quiero, claro está, pero también porque me lo trajo de un viaje a Grecia Karl Rothenberger, jefe y amigo amigo mío de 'cuando entonces', y también hijo del general Rothenberger, ahorcado por conspirar contra Hitler en un complot fracasado. Una tarde, hace muchos años -creo que a finales de junio-, Karl me firmó una factura por un trabajo free lance; al ver la fecha que aparecía al pie, se detuvo un par de segundos, me miró sonriendo de aquella manera y dijo en su perfecto mal español de toda la vida: "el día que matagon a mi padre." Y luego me contó esa historia. Y lo del zulo, y lo de la condecoración, cuando se abrió la trampa del zulo y un oficial americano preguntó: "Señora, ¿es usted la viuda del general Rothenberger?" Y yo, que no soy alemán ni americano, ni pongo ni espero recibir medallas a título póstumo (ni a ningún título), pues me emociono como un gilipollas al recordar ese episodio... y al ver ese bolígrafo, ese souvenir traído de la isla griega de Scopelos. En él hay un barco que, según inclines el boli de izquierda a derecha, o viceversa, navega de un lado a otro... con la ciudad de Scopelos al fondo. ¿Qué pasa? Pasa que se acumulan los bolígrafos de distintas procedencias, los rotuladores que alguien rozó con sus dedos, los lápices con los que apunté algún teléfono que alguien me dictaba con urgencia. Siempre hay algún motivo para conservar ciertos objetos, recuerdos, cosas de las que nadie sabe... ni debe saber nunca nada.



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