viernes, 15 de abril de 2011

el nombre de las cosas

"¡Cuánta fragancia, y cuántas cosas nuevas para nombrarlas!", cantaba Lebrijano en aquel disco de 1992 -¡Tierra!- evocando el Descubrimiento de América. Y García Márquez, en un precioso texto, recuerda un diálogo que tuvo de niño con su abuelo: "¿Cuántas palabras hay en el diccionario?", le preguntó. La respuesta del viejo fue contundente: "Todas". Sin duda es una respuesta hermosísima, pero no, no están todas. Tenemos tanto afán por nombrar las cosas, incluso tanta necesidad de poner nombre a todo, ya sea grande, minúsculo, inabarcable, escurridizo, incomprensible, loco... La creatividad del ser humano es tan fecunda que el diccionario no da abasto. Juan Ramón le pedía a la "intelijencia" (siempre con jota) que le diera "el nombre exacto de las cosas", e iba más allá: "que mi palabra sea la cosa misma..." ¿Por qué esa necesidad de nombrar? Quizá porque nombrar es crear, dar vida, y sabemos que lo que no tiene nombre no existe. ¿Pero qué decir de las cosas que, aun existiendo, sus nombres no figuran en el diccionario? Son una especie de apátridas del idioma, sin nacionalidad, sin pasaporte, sin papeles..., no están censadas, no constan, no existen por tanto a efectos legales. Entonces, ¿qué hacemos con ellas? ¿Las desaparecemos? ¿Las borramos del mapa? ¿Las retiramos de la circulación? Pero si las condenamos de ese modo, si las extinguimos, en pura lógica también desaparerá lo que ellas nombran, ¿no? Nos empobreceríamos. Voy a dejar aquí tres regalos, tres palabras que son pero que no están, sin domiciliación, sin libro de familia, sin fe de vida. A saber : "trijoneo", "marángula", "jaramanto". Y una más, que, aunque lo parezca, tampoco está: "lilar".

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