miércoles, 2 de febrero de 2011

se canta lo que se pierde

Dejando para otro espacio más adecuado las pérdidas más graves, voy a recordar aquí algunas que no por ser menores dejan de doler como una espinita clavada. O algo más. Pero es verdad que tengo acreditadas no pocas pérdidas. ¿Qué se hizo de mi entera colección de vinilos singles, aquella que había ido creciendo en mi adolescencia disco a disco, verso a verso? Quedó enterrada para siempre bajo un fatal derrumbamiento, un invierno metido en lluvias. Más aún: el legendario long play  "octogonal" de los Rolling (hoy fetiche cotizado por los coleccionistas) desapareció de mi casa, entre otros, tras alguno de aquellos guateques. Libros perdidos en mudanzas o en quién sabe qué... ¡una estantería completa! Poemas escritos o a medio escribir, no pocos; en particular lamento la pérdida de un extenso y ambicioso poema al que dediqué largos ratos durante semanas y semanas, casi un trimestre, inspirado en una película disparatada, pero inolvidable para mí, que pocos han visto: Capricho imperial, de Josef von Sternberg. Todo el esfuerzo, todas las horas dedicadas fueron a parar (por error o descuido) a la trituradora de papel que había en la agencia donde trabajaba entonces, hacia 1990. Y aparte de eso, y entre otras muchas cosas, me dejé en un taxi para siempre un precioso jersey de cachemire comprado un par de horas antes; recientemente me ha desaparecido un pañuelo de cuello, a cuadros azules y negros, apenas estrenado; también he perdido no pocas oportunidades, ideas que acaso hubieran llegado a algo, números de teléfono apuntados de madrugada en servilletas de papel, en paquetes de tabaco... Y esto no es más que una pequeña muestra apresurada. Soy rico en pérdidas, lo sé, pero no me quejo por ello: entiendo que es el tributo a pagar (¡qué menos!) por lo mucho y bueno que la vida me  ha regalado... y me sigue regalando. Una fortuna.

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