martes, 18 de enero de 2011

el nombre de las cosas

Con las palabras sucede como con las personas: las hay bondadosas, elegantes, antipáticas, presuntuosas, indiferentes y, unas pocas, poseedoras de un atractivo irresistible. Y esto es algo que los que trabajamos en publicidad, marketing, comunicación en general, sabemos bien. O deberíamos saberlo. Pero es un hecho cierto que las palabras, más allá de su significado, pesan, huelen, murmuran, sonríen, se contonean, tienen su propia textura. Las hay espesas y dulzonas, como "bamboleo"; otras percuten el aire con afilada exactitud, como "colibrí"; algunas son perezosas y sensuales, como "frambuesa" o "muérdago"; también las hay esbeltas, como "peristilo"; o divertidas, como "martingala"; o  resbaladizas, como "alabastro." No es preciso insistir. Por eso, luchar mediante policías, jueces y altos presupuestos contra algo que llamamos ¡éxtasis!, nada menos que ¡éxtasis!, es una batalla perdida de antemano. ¡Pero, por favor, si desde que el mundo es mundo el ser humano lleva en su ADN el anhelo del éxtasis! En fin, dejémoslo. Si bajamos del cielo dos o tres escalones, nos encontramos con otra denominación genial y perversa: "drogas de diseño". ¿Acaso puede alguien rechazar hoy día algo que sea de diseño? ¡Si todo lo atractivo, moderno, cool, prestigiado, apetecible y deseable es... de diseño! Qué despropósito. Por último: ¿cómo es posible que la Iglesia siga exigiendo, en la liturgia del Bautismo, renunciar a "¡El Príncipe de las Tinieblas!" Oyendo semejante formulación ("Principe de las Tinieblas", culmen del Romanticismo), cualquiera diría que al Vaticano le escribe la estrategia El Enemigo. Y bien mirado... En fin, yo, como soy de buena familia, no quiero pensar mal, pero, caramba, ¡es que sus eminencias van provocando!

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