lunes, 26 de noviembre de 2012

donde no extrañe el olvido

Para seguir escribiendo, ¿basta con querer hacerlo? ¿Y para dejar de escribir? Anteayer leí un reportaje en El País que hablaba del tema, a raíz del adiós a las armas anunciado por Philip Roth. A mí no me sorprende que llegue un momento a los 80, a los 90 o a los 25 años en que un escritor deje de escribir. Es más, lo que me parece raro es que no deje nunca de hacerlo. Recuerdo que Jaime Gil de Biedma, cuando le preguntaban una y otra vez por qué un gran poeta como él insistía en no escribir, solía responder: "lo normal es leer, no escribir." Y no le faltaba razón, creo yo. Además, esa pregunta tan persistente parecía ignorar algunos de los versos más significativos y testimoniales de JGB: "... No leer, / no sufrir, no escribir, no pagar cuentas..." dice en su célebre De vita beata. ¿Por qué llega un momento en que alguien deja de escribir, pintar, componer, dirigir? Esa sería la cuestión. Volviendo al reportaje que mencionaba al principio, yo no creo que escribir o no escribir dependa solo de la voluntad de hacerlo o de renunciar a ello, casi de igual modo que las lluvias no dependen de la Agencia Estatal de Meteorología. Los pronósticos aciertan muchas veces, sí, pero en la naturaleza hay una cierta holgura (ver La elocuencia del defecto, Vicente Verdú), un espacio abierto por donde se cuela el principio de incertidumbre, la desobediencia civil de lo imprevisible. De poco sirve que tú quieras escribir diariamente un post o un soneto o una sonata o un capítulo... si la página en blanco se niega a dejar de permanecer en blanco; puedes llenar la papelera, agarrarte un cabreo del 9 largo, refugiarte en el whisky, acudir a una iglesia vacía, arrodillarte y exclamar: "¡Señor, Señor, por qué me has abandonado!" Y viceversa, claro. Yo intuyo que hay una sensualidad muy tentadora en el no escribir, de igual modo que existe, o eso dicen, la ebriedad del abstemio o el vicio de la virtud sin mácula (véase El condenado por desconfiado, de Tirso de Molina, que es el colmo de la mala suerte y de la desgracia inmerecida). Pero también existe el caso contrario. En ese reportaje de El País al que aludo, Caballero Bonald, a sus 86 años confiesa: "Dije que dejaría de escribir, claro, ¿pero qué haces si te viene un poema?" Disparar, naturalmente. Ahora bien, si llevas seis meses, seis semanas y seis días intentándolo, y no hay modo de dar a la caza alcance... Pues, chico, cambia de escopeta o de aficiones, pero no te amargues la vida ni se la amargues a nadie. "La vida es breve, divórciate", recomendaba el anuncio de un despacho de abogados en Chicago. Qué bien estarían a veces el verso y la prosa y la familia si nos retiráramos por una temporada y nos fuésemos a vivir al silencio, o a un monasterio, a un lugar no declarado donde no extrañe el olvido.

2 comentarios:

  1. Me gustas mucho como escribes y me das ganas de acompañarte a ese lugar que tu dices donde no extrañe el olvido.

    Me encanta que no me conozcas!!!!!

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  2. No sé si alarga mi humilde poema tu acertado discurso y espléndido artículo, pero ahí va lo que me salió hace días, es lo que pienso sobre el tema en cuestión:
    EL POEMA

    Eres dueño y señor
    cuando arranca el poema,
    pero,
    tras los primeros versos,
    el poema se apodera de ti,
    de tal manera,
    que sus aguas, cual caballo desbocado,
    adquieren tanta fuerza
    que ya no eres sino un instrumento
    a su servicio,
    porque él ordena y manda
    y hasta dicta el final,
    tras el cual,
    es inútil añadir una sola coma
    o a lo sumo quitar un adjetivo
    insulso
    o un adverbio
    cacofónico.

    Será mejor que no te empeñes
    en rematar con la metáfora más atrevida,
    porque ya todo sobra.
    Él dictó el final.
    “No lo toque ya más,
    que así es la rosa”,
    como dijo el gran poeta.

    Y has de reconocer
    que todo ha sido obra del viento
    y la memoria a punto,
    el suave murmullo del silencio
    y el eco lejano de lo alto
    o lo profundo
    y de todo cuanto has leído y visto
    en intensa soledad.

    Ángel de Castro



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