martes, 10 de mayo de 2011

judía neoyorkina

Decir "judía y neoyorkina" viene a ser casi tanto como decir "inteligente y sarcástica". Y si además se apellida Lebowitz, es lesbiana sin complejos, fumadora irrenunciable, amiga de Andy Warhol, de Martin Scorsese, de la Nobel Toni Morrison, del director de Vanity Fair y adorada o temida por toda la gauche divine de la Gran Manzana... entonces estamos ante una tía con un talento y una lengua de mucho cuidado: Fran Lebowitz. He leído con verdadero gozo una entrevista con ella publicada en El País Semanal. Transmite humor e inteligencia (es redundante, lo sé) en cada frase, en cada palabra. Pero lo mejor de todo está en lo que calla, o en lo que dice que calla, en lo que no escribe. Resulta que, tras dos libros de juventud, éxitos fulminantes ambos, se "atascó" y no ha vuelto a publicar. Y precisamente ese silencio editorial, sostenido durante 30 años, ha convertido a esta mujer en una leyenda cuyo prestigio crece y crece temporada tras temporada. Los medios se la rifan para que hable de ello. Y de todo, claro. Dice, la muy judía neoyorkina: "comprendí que no escribir no solo era divertido sino que podía ser rentable." Y tiene razón. Nada como un buen silencio para alimentar la leyenda y el misterio. El prestigio de un silencio de calidad es insuperable. Quizá por eso los autores de obra escasa gozan de un valor añadido intangible: les valoramos no sólo por lo que han escrito sino, sobre todo, por lo que podrían haber escrito. Y esa obra inexistente siempre será la mejor... en la mente de los que nos imginamos cómo hubiera sido la gran novela de 500 páginas de Juan Rulfo, el definitivo libro de poemas que rehusó escribir Jaime Gil de Biedma, la canción más hermosa y más triste que, por algún azar, algún semáforo que se puso en verde antes de tiempo, no llegó a componer... pongamos que Antonio Vega. O Lou Reed, paseando una madrugada por el lado más salvaje o el más bohemio de Nueva York. El Nueva York de Fran Lebowitz.

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