lunes, 9 de mayo de 2011

fina estampa

Sábado 7. Son las 9.45 de la mañana y llueve sin piedad  sobre Madrid. Pertrechado con gabardina y paraguas, bajo a comprar el pan y el periódico. La plaza está desierta. Sólo se oye el ruido de la lluvia sobre el pavimento y el modo en que retumba bajo mi paraguas. Parace que fuera yo el único vecino del barrio que ha salido a la calle. Pero no. Al levantar un poco la vista descubro, a unos 15 metros, una figura detenida en medio de la explanada: traje negro, camisa blanca, muy desabrochada, con los bajos asomando fuera del pantalón. Tiene la palma de la mano izquierda extendida a la altura del pecho; la observa en un gesto inequívoco de estar calculando el valor de una pocas monedas, quizá las últimas. Finalmente, se lleva la mano al bolsillo y echa a andar con parsimonia y una elegancia de trasnochador indiferente al mundo. Le conozco de haberlo visto por aquí alguna otra vez. Es un gitano legítimo de fina estampa y mala vida que cualquiera confundiría con Diego El Cigala: su viva imagen. Al verlo de cerca verifico en su rostro azufrado que la noche ha sido larga y el día va a ser de perros. Se lo ha bebido todo, se lo ha fumado todo, se lo ha fundido todo. Por eso malcontaba los pocos céntimos que le quedaban. "Ni p'a un sol y sombra", piensa. Y se va andando despacio, cuesta abajo, con toda la lluvia por compañera, quizá canturreando por los adentros un aire de soleá. Tras cruzarnos, me detuve unos segundos por el puro placer de verlo caminar de aquel modo. Lo seguí con la mirada hasta que desapareció de mi vista, como quien desaparece paso a paso mar adentro. Confieso no haber visto nunca caminar a nadie con esa soberanía gitana, esa impavidez ante la lluvia y ese desdén hacia este perro mundo. No estaba en lo cierto Lorca cuando escribió aquello de "se acabaron los gitanos que iban por el monte solos." Alguno queda.

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