lunes, 26 de diciembre de 2011

regalos

Lo confieso: me gusta hacer regalos, incluso casi más que recibirlos. Aunque no a todo el mundo, claro, solo a determinadas personas. Pongo mucha intención en ello. No en vano el regalo ha de ser -tal como yo lo entiendo- una especie de cómplice entre el receptor y el emisor, por así decirlo. Por tanto, el regalo tiene que armonizar necesariamente dos estilos, dos caras, dos personalidades, dos gustos: los  suyos y los míos. Un regalo que sirve para cualquiera, lo mismo para un roto que para un descosido, no me vale. Exijo exclusividad en la elección. El regalo intercambiable sería casi tanto como escribir la misma carta de amor a dos o más personas. Un fraude. Y bien mirado, esa exclusividad, ese regalo intransferible, responde a una cierta forma de egoísmo. Me explico. Cuando una persona a la que yo quiero (o me gusta) lea o escuche o se ponga o mire o paladee mi regalo, esa persona va a pensar en mí. Y lo hará en función de lo que el regalo le sugiera, de lo que le 'diga' de mí. Porque las cosas hablan mucho de quien las elije; pero hablan bien... o te ponen a parir, claro. Un regalo mal elegido, desafortunado, puede acabar con una reputación trabajosamente conseguida. O poner en marcha el proceso que lleva al desamor. Por el contrario, cuando resulta un acierto pleno, y al recibirlo produce un cosquilleo o un brillo instantáneo en los ojos...  Eso no tiene precio. Si a una mujer le regalo canciones, antes de elegir el disco me pienso muy mucho qué canciones conseguirían que ella, al escucharlas, deseara bailar conmigo. Y cómo me sentiría yo bailándolas con ella. Estoy llegando al punto (de partida) donde quería llegar. En mi caso, no es una cuestión de generosidad, ni tampoco de esperar favores a cambio. No. Es muy sencillo: yo regalo para que me quieran más. Eso es todo.

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