miércoles, 5 de diciembre de 2012

¡esto es la guerra!, decía groucho marx

Paul Krugman, además de Premio Nobel de Economía, es un gran comunicador. Lo compruebo cada domingo en el artículo semanal que publica en las páginas salmón del suplemento Negocios, de El País. El último empieza así: "El día de las elecciones [en EE.UU], informaba The Boston Blobe, el aeropuerto internacional Logan, en Boston, se estaba quedando sin sitio para aparcar. Pero no para los coches, sino para los aviones privados. Los grandes donantes estaban acudiendo en tropel a la ciudad para asistir a la fiesta de la victoria de Mitt Rommey." La imagen es de tal elocuencia que no requiere pie de foto. Ese artículo lo titula Krugman La guerra de clases en 2012, y viene a coincidir con algo que declaró el multimillonario norteamericano Warren Buffett: "Durante los últimos 20 años -dijo- ha habido una guerra de clases, y mi clase ha vencido." ¿Se puede decir más claro? Aquí, en la patria, ha pasado y está pasando lo mismo: la lucha de clases es brutal, pero no la de los de abajo contra los de arriba, como sería previsible, sino al revés. No hay un solo día en que no oiga, lea o vea en los informativos noticias y declaraciones ante las que no sienta pasmo o incredulidad: es el mundo al revés. Ver hoy o mañana un telediario es una práctica de riesgo, porque pone en peligro la salud del espectador y acaba con la paciencia de cualquiera. Intento evitarlo, de veras que lo intento, pero raro es día en que lo que se dice en los informativos (y peor aún, ¡lo que se deja de decir!) no me produce un serio cabreo que me lleva a soltar dos o tres barbaridades de las que me arrepiento y me avergüenzo en silencio a los cinco segundos de haberlas pronunciado; y no por ellos, ojo (que en otra época les estaría esperando la 'guillotina eléctrica' de Valle Inclán, con público en las gradas), sino por el hecho de verme rebajado, envilecido por momentos, a ese nivel tan feo, tan falto de elegancia moral, y de la otra, al que me llevan durante varios interminables minutos. Y me digo entonces: si ellos supieran que un tipo tan templado y diletante como yo se siente tan furioso (o casi) como Orlando, con esta indignación momentánea, y no digamos ya esa mala baba sorda que cada día crece, que gana terreno a mi alrededor... Si ellos supieron todo esto, ¿no tomarían medidas, precauciones? No sé, quizá es que van tan sobrados, se sienten tan seguros de su fuerza incomparable -en proporción 1/1000- que ni siquiera se plantean la mera posibilidad de dudar un instante. Así las cosas, 999 de cada millar estamos rodeados. Por tanto, tenemos dos alternativas: 1) rendirnos sin condiciones; 2) mirar hacia otro lado y abrir una botella del mejor reserva que encontremos en Lavinia o en El Corte Inglés. Hay una tercera opción, claro está, pero yo soy un prudente padre de familia, un discreto ciudadano que no quiere problemas con los tribunales. Pese a todo, mi resignación estratégica coincide con los análisis más acreditados, como el de Adolfo García Ortega: "Nos están preparando para esto, para aceptar sin violencia estas duras condiciones, y para que nos parezcan una necesidad inevitable." Y que Dios nos coja confesados, ¿no es así? Pues casi que no. Si hay que perder... mejor perder por todo lo alto, como aquellos aventureros que se unían y galopaban alegremente junto a Emiliano Zapata. Después de todo, de perdidos... al río grande.

1 comentario:

  1. Nos pasa a una inmensa mayoría y nos sentimos mal porque sacan lo peor de nosotros mismos. Pero me parece que la mejor opción sigue siendo la de resistir, salir a la calle, decir no a las durísimas condiciones que nos lanzan y no arrojar la toalla.
    Ángel

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